miércoles, 23 de marzo de 2011

Tataki de atún con andriniegas

Es difícil sustraerse del pasado cuando uno camina por la calle de Aribau, contemplar los nuevos establecimientos sin preguntarse si realmente hemos cambiado tanto, o, tan sólo, nos hemos disfrazado de modernidad, de siglo XXI. Tampoco ha pasado tanto tiempo, lo justo para cambiar de abalorios: ahora portamos teléfonos móviles, chateamos, nos skypeamos, somos ciudadanos en red.

También resulta difícil considerar que el piso de la calle de Aribau era un compartimento estanco, el domicilio de una determinada familia, peculiar, pero al fin y al cabo, familia. Imposible es, también, relegar el tránsito de Aribau hasta Vía Layetana a un simple paseo desde el antiguo arrabal hasta el centro burgués y culto. Más difícil aún, si cabe, es etiquetar a unos personajes como meros comparsas que adornan el devenir de una adolescencia.

La casa de la calle de Aribau, en la medida que albergaba sucintamente un amplio espectro de estereotipos comunes, bien podría considerarse una tribu, un pueblo o un estado. La asfixiante atmósfera que envolvía a sus habitantes, reflejo del desgarro del país en unos tiempos pretéritos, se transmuta en la atmósfera digital que hoy nos acuna, adormeciéndonos con ese exceso de contenidos vanales.

Te llamé al móvil, a juzgar por el mensaje de la operadora perece que te desperezabas en lejanas tierras, una pena, me habría encantado discutir contigo cómo sería la llegada de Andrea al Aribau actual. Elegí, sin dudar, Yamadori para cenar, imposible sin reserva, pero tuve suerte y, al final, me acomodaron con amabilidad; el tataki de atún excelente, me pierde. Mientras cenaba, pensé en un Román conectado por ADSL, un tipo mezquino, soez y traicionero, me lo imagino en un chat engañando jovencitas, convirtiendo en sentencia aquella frase de Andrea: Porque entonces era lo suficientemente atontada para no darme cuenta de que aquél era uno de los infinitos hombres que nacen sólo para sementales y junto a una mujer no entienden otra actitud que ésta. Su cerebro y su corazón no llegan a más...

Intenté pensar en Juan, éste no suspiraría digitalmente y si lo hiciese, gemiría con mayúsculas; seguramente continuaría golpeando a Gloria para redimirse de las traiciones del pasado - aquel acostarse republicano y amanecer nacional -, incapaz de acomodarse al paso del tiempo. Por cierto, el anciano gordo de la mesa del fondo, acompañado de una jovencita, juraría que del Este, ¿dónde he visto yo esa escena? Gloria, le veo contemplando la tv, sin perderse una frase de esa inefable princesa del pueblo a la que dicen B. E., para olvidar, porque yo pienso mucho, chica. ¿Verdad que no lo parece? Pues yo pienso mucho, nada más que para olvidar; eso sí, Gloria sólo ve los programas de la naturaleza... sí, esos que pasan en la Dos.

A Angustias me la imagino refugiada en alguna de esas sectas católicas, probablemente en los Kikos, es lo que pasa cuando se folla con sentimiento de culpabilidad. En cuanto a Ena, prefiero imaginarla como niña-pija-con-ipone; lo suyo son las redes sociales, las amistades de quita y pon, sin compromiso...ya sabes, como si fuese de Madrid. No se como encajar a la abuela e hijas, las que aparecen después de la muerte de Román. Probablemente estos personajes sean intemporales, una abuela protectora que gestiona como puede los desbarres familiares, con un constante autoengaño...¡pobrecilla!, y unas hijas que sólo cobran protagonismo en el desenlace de la tragedia; encajan con el papel de linchadoras sociales, las que acusan tras bambalinas y después, cómo no, pretenden cobrar sus facturas.

Me temo que voy a prescindir del postre, últimamente mi garabato esta adquiriendo una extraña concavidad, justo a la altura de la cintura...Por cierto, inacabada quedó aquella conversación sobre el trepar a las tapias, no recordaba la escena, el caso es que, así de repente, debe ser que mi organismo se resiste a la ausencia de postre, he empezado a pensar en andriniegas, en una tapia de Bercedo y que, ciertamente, aquel día yo estaba subido en la tapia.



Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.

Nada. Carmen Laforet, 1945.