viernes, 3 de mayo de 2013

Sostenes

– Sí, es el viejo edificio de la escuela, las cuatro aulas son el reflejo de la antigua segregación, las dos aula de la derecha pertenecían a las chicas y las dos de la izquierda a los chicos, pura simetría. Entre aulas, una pequeña biblioteca masculina y, tal vez, una femenina, aunque las recuerdo como almacenes de leche en polvo.
    – ¿Leche en polvo?
    Se quitó las gafas de sol para enfatizar con su perplejidad la pregunta. El frío viento del norte había enrojecido su nariz y ensortijado sus largos cabellos.
    – Al parecer el franquismo no quería niños desnutridos, así que nos daban leche en polvo. No lo recuerdo bien, probablemente veníamos a la escuela con un vaso metálico o un recipiente similar. La leche procedía de tu país, el régimen ya colaboraba con ellos, y venía acompañada de otros productos, mantequilla y queso, pero estos no llegaron a estos pagos, seguramente se quedaron por el camino...la corrupción era inherente al régimen. 
    El que así hablaba extrajo un paquete de cigarrillos del dos cuartos, se quitó un guante y encendió uno protegiéndose del viento con la mano enguantada.
    La vetusta construcción,  a pesar de sus muchas cicatrices, de sus ventanas torpemente cegadas, aún se mostraba con arrogancia, con el orgullo de quien sabe que su desempeño fue importante. No en vano aquella escuela había albergado en su seno varios cientos de alumnos, hijos de los obreros de la fábrica que la subvencionaba a través de un patronato.
    Abandonaron el patio escolar, tan deteriorado como el edificio, y caminaron hacia la parte superior del barrio; pizpiretos copos de nieve se obstinaban en blanquear un viento gris y gélido. A la izquierda se averiguaba la fisonomía de una antigua pista de baloncesto convertida por los avatares del tiempo en un siniestro estacionamiento de coches desahuciados. A final de la cuesta, con casas simétricamente dispuestas a ambos lados de la calzada, los paseantes interrumpieron su lento caminar; un camino embarrado se adentraba entre matorrales hacia una especie de monte bajo que coronaba la cima de la ladera.  A la izquierda un viejo cobertizo recordó al forastero una vaquería, también una ignominiosa reyerta escolar. Una anciana menuda emergió entre la vegetación con un caminar sinuoso arrastrando un manojo de ramas secas.
    — Buenas tardes tengan Vds.
     Un pañuelo ceñido a la cabeza dejaba entrever una mirada torva, desconfiada. Las manos, nudos de vid, demandaban guantes con urgencia, mientras que las viejas katiuskas se arrimaban a las canillas buscando rescoldos imposibles.
    — Buenas tardes...con mucho optimismo, pues hace un frío que pela—respondió el paseante frotándose las manos enguantadas.
    La mujer depositó la carga de leña en el suelo y comenzó a limpiarse las manos en un sucio delantal.
    — Vds. son forasteros, ¿no? ¿Acaso buscan casa? — preguntó la lugareña aviserando sus dos manos mientras miraba con insolencia a la forastera.
    — No, tan sólo paseábamos. ¿Cuántos vecinos quedan en el barrio?
    —¡Cojones con el señorito! ¿Necesita saber cuántos vivimos en el barrio para pasear? ¿No habrán venido a fisgar?...
    —No... por favor, se trataba de una pregunta formal...
    —¿Formal?... no parecen Vds. muy formales, mucho menos la “escuchumizá” esa...
     La mujeruca recogió el hatillo de leña y se alejó saltarina, recatándose aviesamente de vez en cuando.
    —¡Qué mujer más desagradable!— musitó la forastera— Es mejor que nos marchemos, me da miedo esa mujer.
    —Tranquila, no hay nada que temer, se trata de la tradicional cortesía del lugar...
    —¿Cortesía?... Pues si llega a ser amable... nos envenena.
    Descendieron ligeros por la pindia cuesta, leves movimientos de visillos contrastaban con la quietud de  las viejas casas pintadas de abandono. En el recodo, poco después de la cancha de baloncesto, la forastera se paró frente a un artilugio metálico erecto entre los hierbajos de una huerta abandonada.
    —¿Qué son esos hierros? — preguntó curiosa, señalando con la patilla de las gafas a una estructura metálica con forma de “T”.
    — Tendales.. o tendederos. Hace muchos años el barrio tenía un aspecto muy distinto,  los tendales repletos de ropa húmeda aportaban color y, para los que sabían leer, los códigos sociales de una sociedad mentecata. De alguna manera, en esos tendales comenzó mi lúgubre educación sentimental.
    — ¿En los tendales? No hablas en serio...
    Volvió a colocarse las gafas de sol, recogiéndose con un deje de coquetería su larga melena.
    — Totalmente — Encendió otro cigarrillo y, tras una prolongada pausa, señaló hacia la trasera de la casa a la que pertenecía el tendedero— Allí nací yo, la segunda casa contando desde la derecha. La ventana inferior pertenecía a la cocina.
    —No contestaste a mi pregunta—insistió la forastera rasgando la erre.
    —No... la respuesta no es sencilla, más aún tratándose de ti, es difícil que entiendas la situación en aquellos tiempos. Tampoco es algo inconfesable, una chiquillada sin más. En una libreta llevaba anotados los diferentes sostenes que utilizaban las chicas más resultonas del barrio, información que obtenía observando detenidamente los tendales, naturalmente
    — ¿Sostenes? No entiendo esa palabra.
    — Disculpa, la palabra está ligada al pasado. Sostenes es el plural de sostén, un plural  con una sonoridad lamentable; hoy lo denominamos sujetador, una palabra relativamente reciente, creo que no fue admitida por la Academia hasta 1987, por la presión del marketing según explicó Lázaro Carreter. Sostén tenía su morbo y también su función, pues eran  comunes expresiones como “el padre es el sostén de la familia”, “ la fábrica es el sostén del barrio” o “el Estado es el sostén de la sociedad”
    — Entonces se puede decir “el padre es el sujetador de la familia” y “el Estado es el sujetador de la sociedad”, ¿no?
    — ¡Exacto!, veo que lo entendiste perfectamente...
    De vuelta, ya en el automóvil, mientras cruzaban las viejas vías del tren de la Robla, la forastera, picada por la curiosidad, quiso averiguar por qué la palabra sostén  sonaba a morbo. No era extraño, se traduce de cultura a cultura, no de palabra a palabra, y resultaba difícil dilucidar entre sostener y sujetar, más aún tratándose de tetas, y ya, ya se sabe, más de la mitad de la población las tiene, será  que los españoles estabais muy reprimidos, quizás, pues eran blancos, de algodón, y vuelta a preguntar por la chica de los pómulos, que no, que no pasó de una anotación en la libreta...



Tender la ropa en Catoira puede ser una actividad de riesgo. De hecho, ya lo es para una familia de esta localidad pontevedresa, cuyas integrantes femeninas se lo van a tener que pensar dos veces antes de volver a colgar sus prendas de ropa al sol. Y es que, según cuentan, hasta en cinco ocasiones les han desaparecido los sujetadores que habían dejado tendidos.
Las primeras piezas que desaparecieron del tendal fueron las pertenecientes a la hija. Al principio, el extraño caso se atribuyó a un despiste, a una pérdida. Pero la teoría del despiste empezó a desvanecerse a medida que aumentaba el número de sostenes desaparecidos (y ya van por cinco). Además, la víctima ya no solo era la hija, sino también la madre.

Rosa Estévez, La voz de Galicia, 13 de enero de 2012