viernes, 12 de febrero de 2010

Lana

Recientemente leí en “El Comercio” que el Decano de la Facultad de Química de Oviedo afirmaba conocer la ropa interior de todos sus alumnos. Al parecer el tipo andaba un tanto ofendido y, en contra del buen hacer de un científico, a partir de la ansiedad que le provocaban tales destellos cromáticos, extrapolaba una descripción universal de la juventud actual.

He aquí un tipo desnortado, uno de esos individuos que no entienden de perspectivas, ni de cambios en los marcos referenciales. Se trata de un tipo de mi generación, un sujeto que no se percata que el mostrar o no la ropa interior no define nada, que lo que realmente define a los ciudadanos es el si hacen o no hacen trampas, si pagan o no pagan sus impuestos, si se aprovechan o no se aprovechan de otras personas...

Es verdad, mi generación no mostraba la ropa interior; pero esto no evitó que determinados individuos caminen hoy enfangados por todo tipo de corruptelas. ¿Qué me dicen de los implicados del caso Gürtel? Estoy convencido que estos individuos, cuando estaban en la Facultad, vestían con absoluto recato; mírenles ahora... ¡menuda banda!

Siento no haber disfrutado en mi juventud de tal cromatismo, de tales licencias en la indumentaria. Lo nuestro fue realmente soso: prendas que por ocultar, no sólo ocultaban la ropa interior, ocultaban hasta las formas. Cuellos altos, gruesos jerséis, chaquetas de lana tan largas que estuvimos a punto de exterminar las ovejas, pellizas unisex...nos conferían un aspecto asexuado, como si el tener formas, el destacar geometrías, fuese pecado.¡Qué pavos!

Lamentablemente, con el exceso de lana no sólo ocultábamos nuestro cuerpos, sino que también aprendimos a ocultar nuestros sentimientos, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. Gente gris envuelta en lana. Aquella muchacha, sí, la que estaba sentada a la entrada del Gurugu, la que combinaba una de esas largas chaquetas de lana color crema con tejanos, ¿qué ocultaba detrás de tanta lana? ¿La ropa interior? No, sólo ocultaba el miedo a vivir.

Y otra vez en el Gurugu; no se porqué, últimamente, por unas y otras razones, termino hablando del Gurugu. De alguna manera, las transformaciones experimentadas por ese local son fiel reflejo de la evolución sufrida por Mataporquera. El Gurugu encierra mucha historia y en el Gurugu confluyen muchas pequeñas historias.

Estuve en la infantería, en Corea, y coincidí con bastante gente malvada. Pero a los peores que jamás he conocido me los encontré cuando trabajaba en la Universidad".

( Robert B. Parker)

jueves, 4 de febrero de 2010

Jabón Lagarto

Decía el Profesor Bernabeu que un láser es el equivalente moderno de la navaja suiza: sirve tanto para cortar una chapa de acero como para tallar una córnea, leer un CD, trasladar información y medir distancias astronómicas o atómicas. Algo similar sucede con el jabón Lagarto, éste también sirve para todo: para lavar la ropa, para la higiene personal, para los granos, la alopecia, la dermatitis atópica, las hemorroides, el estreñimiento y, por supuesto, para limpiar pasiones y blanquear pecados.

No es que quiera llevar la contraria a nadie, pero en el caso del jabón Lagarto me declaro escéptico. Primero, porque lo pinten como lo pinten, contiene sosa caústica, el hidróxido de sodio de los Químicos, y esto, por tener un pH excesivo, no puede ser bueno para la piel. En segundo lugar, que un producto elaborado a partir de grasas animales (sebos) y sosa sea más eficaz que otros productos, obtenidos como resultado de miles de horas de investigación e inversiones millonarias, resulta, cuando menos, desolador. Si cualquier problema en la piel se arregla con jabón Lagarto, ¿para qué queremos a los Dermatólogos?

Definitivamente, nunca me gustó el jabón Lagarto; a mí lo que me gustaba eran las piernas de Taquina. Aquel verano, en el pueblo de los abuelos, gustaba de acompañar a las mujeres hasta el río cuando iban a hacer la colada; no había agua corriente por aquellos lares. La tarea era descomunal, atroz. Bajaban cargadas con sus baldes, sus tablas de lavar, ingentes cantidades de ropa sucia y aquellas pastillas de jabón Lagarto. Una vez en el río, arrodilladas sobre la gravilla, frotando, retorciendo, golpeando, destrozaban sus manos y marchitaban su alma. Yo, inocente niño rijoso, esperaba a que los vaivenes de Taquina sobre la tabla de lavar izasen los pliegues de su falda, para así poder contemplar con fruicción aquellas piernas nacaradas. Naturalmente, allí no había hombres, el trabajo era demasiado duro. Sólo en cierta ocasión apareció el bigote de uno de ellos, el marido de Taquina, un tipo desaliñado y malencarado: “Chaval, ¿quieres que te compre un telescopio?”. Rojo, herido, con las carcajadas de las lavanderas a modo de soniquete, huí presuroso sin mirar hacia atrás.

Volví a ver a Taquina: adornos, tintes y cremas. Habían pasado ya varios años y aún conservaba su veneno; no vi sus piernas, sino sus manos: rojas, amoratadas y agrietadas. ¡Maldito jabón Lagarto!. Con el agua corriente, al pueblo habían llegado las lavadoras, los jabones perfumados y los biocosméticos... pero ya era tarde.

Él: —Pues sí.
Ella: —Pues sí, ¿qué?
Él: —¡Yo dije pues sí!
Ella: —Pero, “pues sí”, ¿qué?
Él: —Mejor cambiemos de conversación, porque tú no me entiendes.

(Clarice Lispector)