Siempre disfruté de los relatos escritos por viajeros, bien por el afán de conocer otros pueblos, otras gentes, o bien porque sus autores aportan nuevas miradas sobre destinos ya conocidos. La sorpresa surge cuando uno de estos viajeros escribe sobre tu pueblo, sobre Mataporquera.
Encontré el relato en la hemeroteca de ABC (http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1966/06/10/025.html), publicado el 10 de julio de 1966 bajo el título La campana y el cierzo, escrito por Luis Valderrama Modrón, un autor sobre el que no tenía ninguna referencia. Sorprende, más aún, cuando en su biografía (http://www.aat.es/aat.html), leo que escribió su primera comedia a los dieciocho años en Mataporquera. Esto aporta, no sólo solvencia, sino también credibilidad a su relato; un relato duro, y a la vez tierno, pero certero, tremendamente certero.
Usa el autor, a modo de Valle-Inclán, los adjetivos de tres en tres; así, en una ocasión nos dice que Mataporquera es un pueblo desalineado, sucio y triste, y, en otra, que Mataporquera es un pueblo sucio, triste y enlutado. La tristeza y la suciedad son recurrentes en el relato, salvo en el cementerio : No existe tristeza o temor en este silencioso rincón. Distingue el autor entre las cumbres tapizadas de nieve y la oscuridad de la hondonada, como consecuencia del humo de las fábricas; entre el equilibrio, la espiritualidad y la esperanza en la parte alta, y el esfuerzo, la extenuación y el cansancio en la parte baja, el barrio de arriba y... el de abajo, siempre hubo clases.
Es difícil, salvo matices, encontrar fisuras en el relato. Esto nos lleva a una cuestión delicada, nos lleva a preguntarnos si es cierto que el medio en el que crecemos y nos educamos moldea nuestro carácter. Si es así, ¡aviados estamos!.
Nos guste o no, es su particular mirada. En lo que a mi respecta, me quedo con el cierzo, mi añorado viento del norte, que, como bien dice Luis Valderrama,
Sale de las altas cumbres nevadas y al besar tímidamente nuestra faz se convierte en viajero vagabundo. Es el cierzo de una juventud inquieta y soñadora que en las tardes domingueras de verano paseaba su ilusión bajo la húmeda sombra de robles y fresnos. Es la infinita tristeza del primer fracaso y el recuerdo de la amada, eternamente ausente y que jamás regresará.
Ya por entonces vislumbraba yo algo que iría quedando cada vez más claro con el correr del tiempo: que no basta con dar un portazo y largarse a la calle para librarse del influjo de otras vidas que inciden en la propia (Carmen Martín Gaite).
viernes, 12 de marzo de 2010
miércoles, 3 de marzo de 2010
El parte, los enanos y Françoise
Resultó muy decepcionante. Observé cómo el técnico retiraba la tapa trasera de la radio y, en vez de enanos diminutos, se revelaron las válvulas. Había construido todo un entramado mental a propósito de los diminutos locutores que allí habitaban, había sugerido multitud de hipótesis sobre los orígenes de tales speakers, incluso había averiguado cómo se organizaban socialmente; vamos, que sabía quién era el jefe.
Bastó un pequeño destornillador para dejar al descubierto toda la circuitería del aparato, un vulgar destornillador para arruinar mis sueños infantiles. “Esta válvula está rota” -dijo el técnico -, tremendo, mis enanos transmutados en válvulas, incluso el enano de la voz aflautada, el que sólo hablaba en las grandes ocasiones, resultó ser una puñetera válvula.
Aún recuerdo la solemnidad con que el abuelo, a la misma hora todos los días, se disponía a escuchar el parte; este era el momento más importante del día y requería el máximo silencio, pues los condensadores de aquella preciosa radio de válvulas se atoraban y, en consecuencia, la intensidad del sonido aumentaba y disminuía caprichosamente; a veces, un buen golpe con la mano restablecía la emisión y otras veces, el mismo golpe servía para anular las consignas que el nacionalcatolicismo se empeñaba en transmitir. En ocasiones, con las noticias, el abuelo se irritaba y terminaba esparciendo las puntillas que la protegían del polvo, las puntillas de la abuela, como si ésta tuviese la culpa de los despropósitos del país.
A mi me gustaba escuchar Radio España Independiente, la Pirenaica. Cuando las interferencias, fortuitas o provocadas, permitían la audición, las voces sonaban lejanas; supongo que era esto lo que me fascinaba, la lejanía, lo clandestino y, sobre todo, la palabra independiente. Aunque desconocía su significado, me excitaba su sonoridad; era una palabra mágica, de las que se quedaban en la boca y gustaba saborear.
Un buen día, no recuerdo con exactitud cuándo, mi padre trajo un transistor, más fácil de sintonizar, con un sonido metálico un tanto estridente, el no va más de la modernidad. Ya no pensaba en enanos, tenía otras inquietudes. Fue con ese aparato cuando oí hablar de Dani el Rojo y de unos disturbios en París. En la Pirenaica hablaban de un tal Sartre y de la Castor, del poder de los estudiantes, que se propagaba la revuelta y que había que soñar lo imposible. Escuché por primera vez a Françoise Hardy y me convertí en afrancesado. Escuchar aquellos transistores fue como abrir las ventanas: el aire se llevó la caspa y desapareció el olor a rancio.
Volví a mirar el interior de la radio, a buscar mis enanos. Aprendí que el transistor, descubierto por unos tipos de los Laboratorios Bell, era un pequeño dispositivo fabricado a partir de silicio envenenado, y que, sorprendentemente, no emitía ningún sonido. Comprendí que su objetivo era dirigir el tráfico de unas pequeñas partículas llamadas electrones y entendí porqué resultó ser una alternativa barata a las válvulas. Poco después, a los científicos les dio por agrupar los transistores en chips y, de repente, aquí estamos, hablando de nanotecnología. Descubrí, por fin, que mis enanos tenían existencia real, con un comportamiento peculiar, pero eran pulcros y ordenados, incluso tenían spin semientero.
Hoy en día convivimos con los transistores sin percatarnos de su existencia, usamos cientos de dispositivos y no nos paramos a pensar en cómo estos pequeños trozos de silicio cambiaron nuestra manera de vivir y, por qué no, nuestra manera de pensar. La historia registra pomposamente grandes revoluciones como generadoras de cambios sociales, los medios hablan de partidos políticos y de transiciones y nos gusta pensar que fuimos nosotros los que generamos tales cambios, pero me temo que esto es una ingenuidad. El electrón se descubrió en 1898, el transistor en 1948 y el chip el 1958, más o menos, y a medida que agrupábamos transistores cambiaban significativamente los comportamientos sociales, tanto como nunca consiguió revolución alguna. ¿Aún tienen dudas?
Probablemente desvaríe, no importa, yo asocio el transistor con Francoise Hardy, con la primera canción que escuché, con aquel inolvidable "Tous les garçons et les filles”. Después de todo, ¿quién no se enamoró alguna vez de Françoise?
http://www.youtube.com/watch?v=0aLoezucIzk&feature=related
Bastó un pequeño destornillador para dejar al descubierto toda la circuitería del aparato, un vulgar destornillador para arruinar mis sueños infantiles. “Esta válvula está rota” -dijo el técnico -, tremendo, mis enanos transmutados en válvulas, incluso el enano de la voz aflautada, el que sólo hablaba en las grandes ocasiones, resultó ser una puñetera válvula.
Aún recuerdo la solemnidad con que el abuelo, a la misma hora todos los días, se disponía a escuchar el parte; este era el momento más importante del día y requería el máximo silencio, pues los condensadores de aquella preciosa radio de válvulas se atoraban y, en consecuencia, la intensidad del sonido aumentaba y disminuía caprichosamente; a veces, un buen golpe con la mano restablecía la emisión y otras veces, el mismo golpe servía para anular las consignas que el nacionalcatolicismo se empeñaba en transmitir. En ocasiones, con las noticias, el abuelo se irritaba y terminaba esparciendo las puntillas que la protegían del polvo, las puntillas de la abuela, como si ésta tuviese la culpa de los despropósitos del país.
A mi me gustaba escuchar Radio España Independiente, la Pirenaica. Cuando las interferencias, fortuitas o provocadas, permitían la audición, las voces sonaban lejanas; supongo que era esto lo que me fascinaba, la lejanía, lo clandestino y, sobre todo, la palabra independiente. Aunque desconocía su significado, me excitaba su sonoridad; era una palabra mágica, de las que se quedaban en la boca y gustaba saborear.
Un buen día, no recuerdo con exactitud cuándo, mi padre trajo un transistor, más fácil de sintonizar, con un sonido metálico un tanto estridente, el no va más de la modernidad. Ya no pensaba en enanos, tenía otras inquietudes. Fue con ese aparato cuando oí hablar de Dani el Rojo y de unos disturbios en París. En la Pirenaica hablaban de un tal Sartre y de la Castor, del poder de los estudiantes, que se propagaba la revuelta y que había que soñar lo imposible. Escuché por primera vez a Françoise Hardy y me convertí en afrancesado. Escuchar aquellos transistores fue como abrir las ventanas: el aire se llevó la caspa y desapareció el olor a rancio.
Volví a mirar el interior de la radio, a buscar mis enanos. Aprendí que el transistor, descubierto por unos tipos de los Laboratorios Bell, era un pequeño dispositivo fabricado a partir de silicio envenenado, y que, sorprendentemente, no emitía ningún sonido. Comprendí que su objetivo era dirigir el tráfico de unas pequeñas partículas llamadas electrones y entendí porqué resultó ser una alternativa barata a las válvulas. Poco después, a los científicos les dio por agrupar los transistores en chips y, de repente, aquí estamos, hablando de nanotecnología. Descubrí, por fin, que mis enanos tenían existencia real, con un comportamiento peculiar, pero eran pulcros y ordenados, incluso tenían spin semientero.
Hoy en día convivimos con los transistores sin percatarnos de su existencia, usamos cientos de dispositivos y no nos paramos a pensar en cómo estos pequeños trozos de silicio cambiaron nuestra manera de vivir y, por qué no, nuestra manera de pensar. La historia registra pomposamente grandes revoluciones como generadoras de cambios sociales, los medios hablan de partidos políticos y de transiciones y nos gusta pensar que fuimos nosotros los que generamos tales cambios, pero me temo que esto es una ingenuidad. El electrón se descubrió en 1898, el transistor en 1948 y el chip el 1958, más o menos, y a medida que agrupábamos transistores cambiaban significativamente los comportamientos sociales, tanto como nunca consiguió revolución alguna. ¿Aún tienen dudas?
Probablemente desvaríe, no importa, yo asocio el transistor con Francoise Hardy, con la primera canción que escuché, con aquel inolvidable "Tous les garçons et les filles”. Después de todo, ¿quién no se enamoró alguna vez de Françoise?
http://www.youtube.com/watch?v=0aLoezucIzk&feature=related
Suscribirse a:
Entradas (Atom)