jueves, 7 de enero de 2010

Sala de juegos

Qué confusos resultan a veces los recuerdos. De repente, una tarde anodina, unos pantalones cortos de color amarillo enredados en la memoria; incluso soy capaz de ubicarlos: la dueña estaba sentada en el alféizar de la ventana del salón de juegos y, francamente, los calzaba estupendamente. Esa ventana hoy pertenece al bar Carlos...

y en lugar de tu bar

me encontré una sucursal del Banco Hispano Americano,

tu memoria vengué

a pedradas contra los cristales,

(Sabina)

Era el lugar de encuentro, billares y futbolines, quizás música... y un encargado, un tipo peculiar. Los muchachos jugaban o esperaban su turno para jugar; las muchachas no jugaban, tan sólo estaban. Los domingos nos vestíamos bonito (los que podían) y mostrábamos nuestra adolescencia sin pudor, naturalmente. Algunos exhibían, bien al futbolín o al billar, destrezas imposibles; otros, como yo, no dábamos pie con bola: primeras frustraciones.

También se hablaba, se miraba y se intentaba; lástima de habilidades sociales, resultábamos penosos. En el hablar estaba el partir, el relatar de los que ya partieron, el mostrar que las puertas estaban abiertas y que era preciso salir. En realidad, más que una sala de juegos al uso, era como la sala de espera de una estación. Todos esperábamos nuestro tren...

Aquel tiempo
no lo hicimos nosotros;
él fue quien nos deshizo.
Miro hacia atrás.
¿Qué queda
de esos días?

(Ángel González)

No recuerdo el nombre del local, ni el nombre del encargado, tan sólo unos pantalones cortos de color amarillo acompañados de una blusa blanca, y la necesidad de partir...

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