miércoles, 3 de marzo de 2010

El parte, los enanos y Françoise

Resultó muy decepcionante. Observé cómo el técnico retiraba la tapa trasera de la radio y, en vez de enanos diminutos, se revelaron las válvulas. Había construido todo un entramado mental a propósito de los diminutos locutores que allí habitaban, había sugerido multitud de hipótesis sobre los orígenes de tales speakers, incluso había averiguado cómo se organizaban socialmente; vamos, que sabía quién era el jefe.

Bastó un pequeño destornillador para dejar al descubierto toda la circuitería del aparato, un vulgar destornillador para arruinar mis sueños infantiles. “Esta válvula está rota” -dijo el técnico -, tremendo, mis enanos transmutados en válvulas, incluso el enano de la voz aflautada, el que sólo hablaba en las grandes ocasiones, resultó ser una puñetera válvula.

Aún recuerdo la solemnidad con que el abuelo, a la misma hora todos los días, se disponía a escuchar el parte; este era el momento más importante del día y requería el máximo silencio, pues los condensadores de aquella preciosa radio de válvulas se atoraban y, en consecuencia, la intensidad del sonido aumentaba y disminuía caprichosamente; a veces, un buen golpe con la mano restablecía la emisión y otras veces, el mismo golpe servía para anular las consignas que el nacionalcatolicismo se empeñaba en transmitir. En ocasiones, con las noticias, el abuelo se irritaba y terminaba esparciendo las puntillas que la protegían del polvo, las puntillas de la abuela, como si ésta tuviese la culpa de los despropósitos del país.

A mi me gustaba escuchar Radio España Independiente, la Pirenaica. Cuando las interferencias, fortuitas o provocadas, permitían la audición, las voces sonaban lejanas; supongo que era esto lo que me fascinaba, la lejanía, lo clandestino y, sobre todo, la palabra independiente. Aunque desconocía su significado, me excitaba su sonoridad; era una palabra mágica, de las que se quedaban en la boca y gustaba saborear.

Un buen día, no recuerdo con exactitud cuándo, mi padre trajo un transistor, más fácil de sintonizar, con un sonido metálico un tanto estridente, el no va más de la modernidad. Ya no pensaba en enanos, tenía otras inquietudes. Fue con ese aparato cuando oí hablar de Dani el Rojo y de unos disturbios en París. En la Pirenaica hablaban de un tal Sartre y de la Castor, del poder de los estudiantes, que se propagaba la revuelta y que había que soñar lo imposible. Escuché por primera vez a Françoise Hardy y me convertí en afrancesado. Escuchar aquellos transistores fue como abrir las ventanas: el aire se llevó la caspa y desapareció el olor a rancio.

Volví a mirar el interior de la radio, a buscar mis enanos. Aprendí que el transistor, descubierto por unos tipos de los Laboratorios Bell, era un pequeño dispositivo fabricado a partir de silicio envenenado, y que, sorprendentemente, no emitía ningún sonido. Comprendí que su objetivo era dirigir el tráfico de unas pequeñas partículas llamadas electrones y entendí porqué resultó ser una alternativa barata a las válvulas. Poco después, a los científicos les dio por agrupar los transistores en chips y, de repente, aquí estamos, hablando de nanotecnología. Descubrí, por fin, que mis enanos tenían existencia real, con un comportamiento peculiar, pero eran pulcros y ordenados, incluso tenían spin semientero.

Hoy en día convivimos con los transistores sin percatarnos de su existencia, usamos cientos de dispositivos y no nos paramos a pensar en cómo estos pequeños trozos de silicio cambiaron nuestra manera de vivir y, por qué no, nuestra manera de pensar. La historia registra pomposamente grandes revoluciones como generadoras de cambios sociales, los medios hablan de partidos políticos y de transiciones y nos gusta pensar que fuimos nosotros los que generamos tales cambios, pero me temo que esto es una ingenuidad. El electrón se descubrió en 1898, el transistor en 1948 y el chip el 1958, más o menos, y a medida que agrupábamos transistores cambiaban significativamente los comportamientos sociales, tanto como nunca consiguió revolución alguna. ¿Aún tienen dudas?

Probablemente desvaríe, no importa, yo asocio el transistor con Francoise Hardy, con la primera canción que escuché, con aquel inolvidable "Tous les garçons et les filles”. Después de todo, ¿quién no se enamoró alguna vez de Françoise?


http://www.youtube.com/watch?v=0aLoezucIzk&feature=related

viernes, 12 de febrero de 2010

Lana

Recientemente leí en “El Comercio” que el Decano de la Facultad de Química de Oviedo afirmaba conocer la ropa interior de todos sus alumnos. Al parecer el tipo andaba un tanto ofendido y, en contra del buen hacer de un científico, a partir de la ansiedad que le provocaban tales destellos cromáticos, extrapolaba una descripción universal de la juventud actual.

He aquí un tipo desnortado, uno de esos individuos que no entienden de perspectivas, ni de cambios en los marcos referenciales. Se trata de un tipo de mi generación, un sujeto que no se percata que el mostrar o no la ropa interior no define nada, que lo que realmente define a los ciudadanos es el si hacen o no hacen trampas, si pagan o no pagan sus impuestos, si se aprovechan o no se aprovechan de otras personas...

Es verdad, mi generación no mostraba la ropa interior; pero esto no evitó que determinados individuos caminen hoy enfangados por todo tipo de corruptelas. ¿Qué me dicen de los implicados del caso Gürtel? Estoy convencido que estos individuos, cuando estaban en la Facultad, vestían con absoluto recato; mírenles ahora... ¡menuda banda!

Siento no haber disfrutado en mi juventud de tal cromatismo, de tales licencias en la indumentaria. Lo nuestro fue realmente soso: prendas que por ocultar, no sólo ocultaban la ropa interior, ocultaban hasta las formas. Cuellos altos, gruesos jerséis, chaquetas de lana tan largas que estuvimos a punto de exterminar las ovejas, pellizas unisex...nos conferían un aspecto asexuado, como si el tener formas, el destacar geometrías, fuese pecado.¡Qué pavos!

Lamentablemente, con el exceso de lana no sólo ocultábamos nuestro cuerpos, sino que también aprendimos a ocultar nuestros sentimientos, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. Gente gris envuelta en lana. Aquella muchacha, sí, la que estaba sentada a la entrada del Gurugu, la que combinaba una de esas largas chaquetas de lana color crema con tejanos, ¿qué ocultaba detrás de tanta lana? ¿La ropa interior? No, sólo ocultaba el miedo a vivir.

Y otra vez en el Gurugu; no se porqué, últimamente, por unas y otras razones, termino hablando del Gurugu. De alguna manera, las transformaciones experimentadas por ese local son fiel reflejo de la evolución sufrida por Mataporquera. El Gurugu encierra mucha historia y en el Gurugu confluyen muchas pequeñas historias.

Estuve en la infantería, en Corea, y coincidí con bastante gente malvada. Pero a los peores que jamás he conocido me los encontré cuando trabajaba en la Universidad".

( Robert B. Parker)

jueves, 4 de febrero de 2010

Jabón Lagarto

Decía el Profesor Bernabeu que un láser es el equivalente moderno de la navaja suiza: sirve tanto para cortar una chapa de acero como para tallar una córnea, leer un CD, trasladar información y medir distancias astronómicas o atómicas. Algo similar sucede con el jabón Lagarto, éste también sirve para todo: para lavar la ropa, para la higiene personal, para los granos, la alopecia, la dermatitis atópica, las hemorroides, el estreñimiento y, por supuesto, para limpiar pasiones y blanquear pecados.

No es que quiera llevar la contraria a nadie, pero en el caso del jabón Lagarto me declaro escéptico. Primero, porque lo pinten como lo pinten, contiene sosa caústica, el hidróxido de sodio de los Químicos, y esto, por tener un pH excesivo, no puede ser bueno para la piel. En segundo lugar, que un producto elaborado a partir de grasas animales (sebos) y sosa sea más eficaz que otros productos, obtenidos como resultado de miles de horas de investigación e inversiones millonarias, resulta, cuando menos, desolador. Si cualquier problema en la piel se arregla con jabón Lagarto, ¿para qué queremos a los Dermatólogos?

Definitivamente, nunca me gustó el jabón Lagarto; a mí lo que me gustaba eran las piernas de Taquina. Aquel verano, en el pueblo de los abuelos, gustaba de acompañar a las mujeres hasta el río cuando iban a hacer la colada; no había agua corriente por aquellos lares. La tarea era descomunal, atroz. Bajaban cargadas con sus baldes, sus tablas de lavar, ingentes cantidades de ropa sucia y aquellas pastillas de jabón Lagarto. Una vez en el río, arrodilladas sobre la gravilla, frotando, retorciendo, golpeando, destrozaban sus manos y marchitaban su alma. Yo, inocente niño rijoso, esperaba a que los vaivenes de Taquina sobre la tabla de lavar izasen los pliegues de su falda, para así poder contemplar con fruicción aquellas piernas nacaradas. Naturalmente, allí no había hombres, el trabajo era demasiado duro. Sólo en cierta ocasión apareció el bigote de uno de ellos, el marido de Taquina, un tipo desaliñado y malencarado: “Chaval, ¿quieres que te compre un telescopio?”. Rojo, herido, con las carcajadas de las lavanderas a modo de soniquete, huí presuroso sin mirar hacia atrás.

Volví a ver a Taquina: adornos, tintes y cremas. Habían pasado ya varios años y aún conservaba su veneno; no vi sus piernas, sino sus manos: rojas, amoratadas y agrietadas. ¡Maldito jabón Lagarto!. Con el agua corriente, al pueblo habían llegado las lavadoras, los jabones perfumados y los biocosméticos... pero ya era tarde.

Él: —Pues sí.
Ella: —Pues sí, ¿qué?
Él: —¡Yo dije pues sí!
Ella: —Pero, “pues sí”, ¿qué?
Él: —Mejor cambiemos de conversación, porque tú no me entiendes.

(Clarice Lispector)

jueves, 21 de enero de 2010

Papel de estraza

Café Central, 18,45 h.; saboreo una cerveza mientras espero a un colega. Ambiente entre snob y bohemio, mucho guiri, jazz de fondo. Junto a mi mesa una muchacha realiza un boceto del local según las imágenes reflejadas en el espejo de la pared. Me llama la atención el rasgar del carbón sobre el papel; no se trata de un papel al uso, indudablemente es auténtico papel de estraza.

Aritmética de papel de estraza escribí en alguna ocasión, sin reflexionar sobre la metáfora. Estas asociaciones no son fortuitas, nuestras ideas, nuestros gestos, están mediatizados inconscientemente por los recuerdos. Ahora, viendo como las manos de la artista deslizan el carbón sobre el papel, veo como adquieren forma y volumen los porqués. Retratar la realidad a través del espejo es un mirar hacia atrás, es un cambiar la derecha por la izquierda manteniendo las proporciones. Cerca de aquí, en el Callejón del Gato (hoy calle de Álvarez Gato), estaban los espejos cóncavos, la deformación como esperpento (Valle-Inclán).

Es inevitable mirar hacia atrás, no en el espacio sino en el tiempo, el pasado como añicos de un espejo (Martín Gaite). Recojo uno de esos fragmentos y veo a mi madre doblando cuidadosamente el papel de los envoltorios - para hacer cuentas-, reciclando papel reciclado; pero no, no era ese el objetivo: aquello era una economía de guerra, se aprovechaba todo. Utilizaba el papel de estraza para hacer aquellas interminables cuentas, en las que siempre me equivocaba; para estudiar los verbos, que nunca aprendí, ¡no como otros!; las otras cuentas, las del día a día, las hacía mi madre y tampoco cuadraban: economía de necesidades para sueldos exiguos. También hacían cuentas sobre el papel de estraza los tenderos, es posible que cuadrasen, a saber.

Me fascina el trabajo de la artista, mirando a través del espejo, repensando la estancia, los humos, los gestos, las soledades. Papel de estraza, carbón, un espejo y unas manos hábiles. Sigo buscando los fragmentos de mi espejo, yo también quiero mirar hacia atrás. Papel de estraza para envolver la "matanza", regalo de mis abuelos, complemento dietético en la época de la leche en polvo. Hoy en día lo dicen zumo de colesterol, pero sigue siendo igual de sabroso. Papel de estraza para el primer regalo, para la primera desilusión.

El camarero deposita la factura sobre la mesa en papel impreso, nada de papel de estraza, de cuentas a mano. 2,70 la caña de cerveza. Excesivo. Había olvidado, por un momento, que desde aquel "España va bien" nos hemos convertido en una suerte de nuevos ricos, de consumidores compulsivos, economía de desechables; no se reutiliza, se desecha; me pregunto si este frenético desechar también alcanzará a las personas, es probable que también nosotros terminemos siendo desechables. ¿Acaso jubilación anticipada no es un eufemismo de persona desechable?

Ha llegado mi colega; en los altavoces suena " Where have all the flowers gone", la vieja canción de Pete Seeger; me reconforta y me hace recordar aquellos tiempos en que éramos resistentes. Definitivamente, a ese precio no nos tomamos la cerveza, nos vamos con el cuento a otro sitio.

botero1957@yahoo.es

lunes, 11 de enero de 2010

Tonsurado

No me hizo gracia, he llegado a una edad en la que ciertos comentarios socavan mi autoconfianza y aunque trato de no perder la compostura, determinadas chacotas, aún sin malicia, me irritan sobremanera. La peluquera, estupenda profesional, al terminar el corte de pelo, se empeñó en enseñarme su arte colocándome un espejo encima de la cabeza. Y se vio, vaya que si se vio. No se trata de una incipiente calvicie, el redondel pelado de la coronilla tiene nombre propio y la tal, muy ingeniosa, no se achantó: "con sotana, tonsurado".

Me irritó por dos razones: La primera es inmediata, empecé la quinta década y el deterioro físico se significa día sí y día también, no es necesario que nadie me lo recuerde, es evidente. La segunda razón, la que aquí interesa, es que no soy creyente, sino pensante, y lo último que puedo admitir es que alguien me vea con sotana y tonsura, ¡faltaría más!. Es verdad que esta actitud no surge de la noche a la mañana, comienza en la niñez con algún detalle, se incrementa en la adolescencia con las preguntas sin respuesta, se perfila en la juventud, cuando se constata que es prescindible y se consolida con la madurez, cuando pierdes todas las certezas, acumulas todas las dudas del mundo, y empiezas, en consecuencia, a ser sabio.

No se si puede hablar de una costumbre piadosa, pero lo cierto es que en el barrio circulaba de casa en casa un altarcillo portátil, un portapaz, con cepillo incluido. Cuando llegaba la imagen y mis padres no estaban en casa, raudo la transportaba a casa de la vecina, no fuera que alguien le diese por poner vela y empezar con las cuentas. Cuando esto no era posible, no quedaba otra que mirar el techo, dejar la imaginación fluir y esperar a que se disipasen los sonidos de las letanías. Aquellos insulsos paréntesis en mi retozar habitual conjuraban todos los demonios, revolvían los sapos y daban pie a todos los malos pensamientos posibles, tanto que, aún jovencillo llegué a entender qué significaba aquel "alzarse con el santo y la limosna".

Otro gesto, este no tan piadoso, sino de sumisión; cuando aparecía el párroco se le besaba la mano, por obligación. No sabíamos si se lavaban las manos después de evacuar la vejiga, una incómoda incógnita. De las clases de Religión, obligatorias entonces, nada puedo decir, las olvidé totalmente. Permanece en mi memoria, no obstante, el rebaño de alumnos y alumnas que en las tardes de mayo se desplazaba desde las escuela de la Unquinesa hasta la capilla, aunque desconozco el porqué.

Domingos, galas específicas y ayuno, por lo de comulgar. Se charlaba en grupos antes y después de la misa; daba la impresión que ese era el verdadero objetivo, la misa una disculpa. Al final, los señores al bar, las señoras a la cocina; aquella sociedad tenía unos roles perfectamente definidos: unos mandaban y otras servían. Una fotografía virtual, un desmayo en misa; una combinación de ayuno y regla, decían los adultos. No encontré relación entre el desmayo y la regla con la que me sacudía el maestro, ¡qué pavos éramos!

Qué lejano resulta todo, ya no se ven sotanas, y sus portadores, así como sus doctrinas, se han diluido en el olvido. A veces emergen en los noticiarios, aconsejan sin pudor, sin que nadie les pregunte; al parecer, no se percataron que ya no existe la sumisión.

botero1957@yahoo.es

jueves, 7 de enero de 2010

Sala de juegos

Qué confusos resultan a veces los recuerdos. De repente, una tarde anodina, unos pantalones cortos de color amarillo enredados en la memoria; incluso soy capaz de ubicarlos: la dueña estaba sentada en el alféizar de la ventana del salón de juegos y, francamente, los calzaba estupendamente. Esa ventana hoy pertenece al bar Carlos...

y en lugar de tu bar

me encontré una sucursal del Banco Hispano Americano,

tu memoria vengué

a pedradas contra los cristales,

(Sabina)

Era el lugar de encuentro, billares y futbolines, quizás música... y un encargado, un tipo peculiar. Los muchachos jugaban o esperaban su turno para jugar; las muchachas no jugaban, tan sólo estaban. Los domingos nos vestíamos bonito (los que podían) y mostrábamos nuestra adolescencia sin pudor, naturalmente. Algunos exhibían, bien al futbolín o al billar, destrezas imposibles; otros, como yo, no dábamos pie con bola: primeras frustraciones.

También se hablaba, se miraba y se intentaba; lástima de habilidades sociales, resultábamos penosos. En el hablar estaba el partir, el relatar de los que ya partieron, el mostrar que las puertas estaban abiertas y que era preciso salir. En realidad, más que una sala de juegos al uso, era como la sala de espera de una estación. Todos esperábamos nuestro tren...

Aquel tiempo
no lo hicimos nosotros;
él fue quien nos deshizo.
Miro hacia atrás.
¿Qué queda
de esos días?

(Ángel González)

No recuerdo el nombre del local, ni el nombre del encargado, tan sólo unos pantalones cortos de color amarillo acompañados de una blusa blanca, y la necesidad de partir...

sábado, 2 de enero de 2010

La rodea

Es probable, y totalmente recomendable, que unos y otros discrepemos en un sinfín de cosas, pero si hablamos de recoger la cocina y decimos que es un auténtico coñazo, estoy seguro que no encontraremos objeciones. Hacer la vasa, se decía en Mataporquera, con “v”, pues supongo que viene de vasar, una palabra con sabor norteño, un estante en la pared o en la alacena.

Ingrata tarea, sobre todo en estas fiestas; friega que te friega, estropajo verde, estropajo metálico, jodido horno, y estropajo para la vitrocerámica; limpia las salpicaduras de la pared - siempre se me olvida -, introduce los platos en el lavavajillas, barre y después, con la rodea, seca las cazuelas...¡manda huevos!. Por supuesto, nadie te da las gracias, ni tan siquiera una afable palmadita en la espalda. Terminé, por fin, paso la fregona y a tomar por.... Bueno, falta doblar la rodea, el vulgar trapo o paño de cocina. Me gusta tratarla con cuidado, es el trapo multiusos por excelencia, sirve para todo; soy consciente de la fauna que esconde, acercarla un microscopio puede ser como una película de terror, pero no es más que eso...la inefable rodea.

En este doblar la rodea, cabe una pequeña reflexión: la palabra ha caído en desuso, al igual que la servidumbre de la mujer en la cocina. Sí, es verdad que el término persiste en el Norte, al igual que la relación mujer-cocina en cualquier región, pero, poco a poco, de manera sutil, las circunstancias van cambiando y, a juzgar por lo que evidencia el mercado profesional, puede que los varones pasemos a ser unos expertos en rodeas, rodeistas de profesión; pongamos que se nos acabó el chollo. No obstante, independientemente de lo que nos deparen los cambios sociológicos, merece la pena conservar, no las costumbres, pero sí las palabras, y rodea es una palabra con una alforja repleta de nostalgia, de sabores y de colores sepia, un legado de nuestras abuelas.

Has vaciado el estante de arriba del lavavajillas pero no el de abajo, y los platos limpios se han mezclado con los sucios: ¿y tu quieres tener sexo ahora?

(Larrie Moore.- Al pie de la escalera)

Por cierto, la pantalla de mi MacBook Pro está un tanto cochina, así que, como soy un tío con reminiscencias de gañán, la limpiaré ...¡con la rodea!