Van con la casa, en el mismo lote; vienen con las tejas, las puertas, las ventanas...¡los ineludibles vecinos!. Existen de todas las características posibles, a mí me correspondió el lote prehistórico, rara avis, una singularidad en la evolución, pues mis vecinos descienden directamente de los “Homo antecessor” de la Gran Dolina de Atapuerca.
En este tórrido verano, aquí, en la Corte, ventanas abiertas, el bullicio ha resultado insufrible. Así, encadenando noches en vela, planeando asesinatos virtuales, mirando de reojo a la crisis, han pasado los días y ya se vislumbra el final de este anodino agosto. Me crucé con él esta mañana, con el vecino, camiseta de tirantes, un a modo de gayumbos y ese andar oscilante rascándose frenéticamente la entrepierna. Lo que me pasmó fue el olor; no piensen mal, no se trataba del sobaquillo, ¡joder!, olía a Varón Dandy.
Es verdad, a decir de los incesantes mensajes publicitarios, que las fragancias te transportan a paraísos indescriptibles.Yo, es este caso, de súbito, me vi sentado en la silla giratoria del Turuta: chaval, te voy a poner una colonia para que se te acerquen las chavalas; descuiden, no surtía efecto ni a la de tres. Inolvidable, siempre cariñoso, incluso con los obligatoriamente obligados. A mí, después de mis malas notas, me llevaba mi padre de las orejas, corte de pelo al cero, que ya no se lleva eso, sin rechistar y que no quede un pelo más largo que otro. Como consuelo, dandydazo, y abandonaba la peluquería dando tumbos, literalmente embriagado por aquella “varonil” fragancia.
Es curioso, las dos barberías, pues así se decía antaño, con sus incondicionales, sus chismosas tertulias, generaban una sutil división en aquella sociedad aprisionada entre las dos fábricas. Los había pepistas y turutianos; probablemente no nos equivoquemos si aderezamos la división con las connotaciones sociales al uso, ¿dónde acudían, pues, el sargento, el médico, el maestro y el sacerdote? ¿Pepistas?
Tórrido verano éste; leí a Castelar: “¡Alá es grande en el Gurugú!”, y otra vez en el Gurugú, preguntándome por la suerte de Don Olegario Blanco; ya lo mencioné en alguna ocasión, la historia del pueblo discurre en paralelo a la historia del Gurugú. Me refugié en Blanco White, mi renegado favorito, “...la Virgen del Carmen, que es la patrona de pícaros y vagabundos en España” (cito, por si generase confusión, su procedencia: “Cartas de España”, carta quinta). Y ya estamos en la verbena, no pude evitar cierta nostalgia a la vez que tristeza, estaba allí pero me sentía ausente. Me evadí con Henning Mankell, buscando el frío del norte, y me encontré a una sociedad muy distinta a la que yo había idealizado, parece que esto de la globalización nos coloca a todos en el mismo andén, una pena.
Tórrido verano, al albur de taurinos y antitaurinos, la España de charanga y pandereta, tan machadiana, de toreros con el escapulario de la Virgen del Carmen. Han vuelto, los de la caspa, los de los cuernos y la maté porque era mía o porque no era mía, !qué más da¡. Mal asunto.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.
Antonio Machado: “El mañana efímero”
botero1957@yahoo.es
Ya por entonces vislumbraba yo algo que iría quedando cada vez más claro con el correr del tiempo: que no basta con dar un portazo y largarse a la calle para librarse del influjo de otras vidas que inciden en la propia (Carmen Martín Gaite).
jueves, 19 de agosto de 2010
domingo, 6 de junio de 2010
El molino
Con la que está cayendo resulta reconfortante volver a ver American Graffiti, no sólo por sentirse joven una vez más, sino por aquello de reflexionar sobre en qué lugar del camino perdimos el rumbo. Si bien la película narra una despedida en el último verano de la adolescencia, desde la óptica actual, con esta crisis que nos corroe, bien podría considerarse un adiós a una época irrepetible. Claro que nosotros, corría el año 62, emergiendo de aquel autarquismo cuartelero , difícilmente pudimos disfrutar de aquella prosperidad que envolvía el mundo occidental, pero esto no resta generalidad.
Para Paul Krugman, premio Nobel de Economía, aquella época resultó ser el paradigma de la prosperidad económica, entendida ésta como un reparto equitativo de la riqueza. Sin abusar de cifras macroeconómicas, es el momento en el que se minimiza la diferencia entre salarios altos y bajos y en el que una familia, con un único sueldo, podía comprar casa, automóvil, electrodomésticos y enviar a sus hijos a la Universidad. Aquello ya pasó, llegaron los Reagan, Thatcher y demás, los neoliberales, con su política de bajos impuestos para los más ricos, y convirtieron Occidente en un remedo del XIX. Aquí también nos llegó la ola, cómo no, recuerden aquel España va bien, y, de repente, casi beodos, nos dimos cuenta que con dos sueldos, lo de comprar casa y ajuar resultaba tremendamente complicado; tal como van las cosas, y por eso de terminar con la hipoteca, probablemente acabemos “emparejándonos” de tres en tres.
Realmente, cuando nos despedimos aquel verano, todos tuvimos nuestro último verano, no esperábamos esto; soñábamos con un mundo distinto, un mundo sin diferencias ni discriminaciones, sin violencia y, sobre todo, sin pobreza. ¿Dónde nos equivocamos?. Leo las cifras de paro juvenil, cerca de un 40 %, y pienso si mereció la pena tanto viaje para llegar al mismo sitio. Algunos dicen que en los 80 fue peor, no lo se, pero en este país los jóvenes nunca fueron bien vistos, y si alguien ha de pagar por tanto desatino, ¡que lo paguen los jóvenes¡
Salvando las distancias, recuerdo que un grupo de jóvenes, en virtud de la carencia de expectativas de ocio en Mataporquera, fundó una especie de club; estaba ubicado en una casa a las afueras, un lugar al que decían “El Molino”. Con esfuerzo e imaginación aquellos muchachos decoraron el local según los gustos del momento, aún recuerdo los excesos cromáticos en las paredes, y adquirieron un magnífico giradiscos. Gracias a su iniciativa pude asistir a mi primer guateque, y por qué no , al primer ataque de timidez y a la primera negativa. Desgraciadamente, por primera vez, viví el desprecio de los adultos a toda iniciativa juvenil... ¡arriba la tradición y muera la creatividad! . Los comentarios en “la cope” fueron siniestros: antro de perdición, panda de golfos, escondite de vagos...en fin, confianza a raudales. Y cómo no, la prohibición: ¡ni se te ocurra ir al Molino¡. Pues sí, yo acudí en diversas ocasiones, escuché aquellos vinilos, me fumé los primeros cigarrillos y contemplé lujurioso a las primeras muchachas. Y, además, disfruté. Apenas recuerdo los nombres de aquellos muchachos, pero creo que va siendo hora de felicitarles por colocar una bombilla en aquel lugar gris y oscuro llamado Mataporquera.
Releo algunos correos de antiguos alumnos, todos en el extranjero, y encuentro una pauta común: “Mientras en España, con todo mi currículum, no era más que un gilipollas, aquí me tratan de Vd”. He visto al embajador inglés en el aeropuerto del Prat, con su traje de raya diplomática, despedir con una pancarta a la enfermera número mil que huía hacia Inglaterra. O sea, nosotros pagamos su formación y ellos, los ingleses, disfrutan de su competencia profesional. Definitivamente, parodiando a los hermanos Cohen, éste no es un país para jóvenes.
No espero nada, llevamos muchos años ya sin que estos políticos que nos ha tocado votar alcancen acuerdo alguno. Decía el profesor Fabián Estapé que las promociones académicas son como las cosechas de vino, de vez en cuando surge una añada extraordinaria. Vistos los políticos actuales desde esta perspectiva, diríase que nos salió un vino peleón.
Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas.»
Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.
(Ángel González)
botero1957@yahoo.es
Para Paul Krugman, premio Nobel de Economía, aquella época resultó ser el paradigma de la prosperidad económica, entendida ésta como un reparto equitativo de la riqueza. Sin abusar de cifras macroeconómicas, es el momento en el que se minimiza la diferencia entre salarios altos y bajos y en el que una familia, con un único sueldo, podía comprar casa, automóvil, electrodomésticos y enviar a sus hijos a la Universidad. Aquello ya pasó, llegaron los Reagan, Thatcher y demás, los neoliberales, con su política de bajos impuestos para los más ricos, y convirtieron Occidente en un remedo del XIX. Aquí también nos llegó la ola, cómo no, recuerden aquel España va bien, y, de repente, casi beodos, nos dimos cuenta que con dos sueldos, lo de comprar casa y ajuar resultaba tremendamente complicado; tal como van las cosas, y por eso de terminar con la hipoteca, probablemente acabemos “emparejándonos” de tres en tres.
Realmente, cuando nos despedimos aquel verano, todos tuvimos nuestro último verano, no esperábamos esto; soñábamos con un mundo distinto, un mundo sin diferencias ni discriminaciones, sin violencia y, sobre todo, sin pobreza. ¿Dónde nos equivocamos?. Leo las cifras de paro juvenil, cerca de un 40 %, y pienso si mereció la pena tanto viaje para llegar al mismo sitio. Algunos dicen que en los 80 fue peor, no lo se, pero en este país los jóvenes nunca fueron bien vistos, y si alguien ha de pagar por tanto desatino, ¡que lo paguen los jóvenes¡
Salvando las distancias, recuerdo que un grupo de jóvenes, en virtud de la carencia de expectativas de ocio en Mataporquera, fundó una especie de club; estaba ubicado en una casa a las afueras, un lugar al que decían “El Molino”. Con esfuerzo e imaginación aquellos muchachos decoraron el local según los gustos del momento, aún recuerdo los excesos cromáticos en las paredes, y adquirieron un magnífico giradiscos. Gracias a su iniciativa pude asistir a mi primer guateque, y por qué no , al primer ataque de timidez y a la primera negativa. Desgraciadamente, por primera vez, viví el desprecio de los adultos a toda iniciativa juvenil... ¡arriba la tradición y muera la creatividad! . Los comentarios en “la cope” fueron siniestros: antro de perdición, panda de golfos, escondite de vagos...en fin, confianza a raudales. Y cómo no, la prohibición: ¡ni se te ocurra ir al Molino¡. Pues sí, yo acudí en diversas ocasiones, escuché aquellos vinilos, me fumé los primeros cigarrillos y contemplé lujurioso a las primeras muchachas. Y, además, disfruté. Apenas recuerdo los nombres de aquellos muchachos, pero creo que va siendo hora de felicitarles por colocar una bombilla en aquel lugar gris y oscuro llamado Mataporquera.
Releo algunos correos de antiguos alumnos, todos en el extranjero, y encuentro una pauta común: “Mientras en España, con todo mi currículum, no era más que un gilipollas, aquí me tratan de Vd”. He visto al embajador inglés en el aeropuerto del Prat, con su traje de raya diplomática, despedir con una pancarta a la enfermera número mil que huía hacia Inglaterra. O sea, nosotros pagamos su formación y ellos, los ingleses, disfrutan de su competencia profesional. Definitivamente, parodiando a los hermanos Cohen, éste no es un país para jóvenes.
No espero nada, llevamos muchos años ya sin que estos políticos que nos ha tocado votar alcancen acuerdo alguno. Decía el profesor Fabián Estapé que las promociones académicas son como las cosechas de vino, de vez en cuando surge una añada extraordinaria. Vistos los políticos actuales desde esta perspectiva, diríase que nos salió un vino peleón.
Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas.»
Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.
(Ángel González)
botero1957@yahoo.es
martes, 13 de abril de 2010
¿Aguilar o Reinosa?
A veces me demoro conscientemente a la hora de tomar una decisión, me complace retrasar ese momento en que inevitablemente voy a meter la pata, y no por falta de valor, lo de meter la pata hace tiempo que se convirtió en costumbre, sino por placer. Es como estar en duermevela, retardando el momento de levantarse de la cama, mientras la mente, errática, deambula por pasajes reales o imaginarios.
No importa la transcendencia de la decisiones, a veces es un simple sí o no, me voy o me quedo..., sucede que me encanta el no decidir. Sí, ya se que tarde o temprano tendré que afrontar la situación, por áspera que sea, pero me encantan esos minutos en los que permanezco en la frontera, en los que todavía me puedo volver atrás, en los que mi interlocutor se irrita por falta de respuesta...¿Dónde vamos? ¿Aguilar o Reinosa?
Hubo un tiempo en que el mundo se reducía al espacio comprendido entre Aguilar y Reinosa; el resto, el que aparecía en las novelas, las fotografías, era, eso...otro mundo, el mundo que recorrían los verdaderos viajeros. -¿Aguilar o Reinosa? - preguntaba el Sr. Vilda, parapeteado tras la ventanilla de la estación. Hubo un tiempo, ya lejano, en que todos los problemas se reducían a eso, ¿Aguilar o Reinosa?. Después de tantas vueltas, de tantos años, resulta que añoro las decisiones frívolas e intrascendentes, sin compromiso, porque sí.
Prefería Aguilar, aún desconozco el porqué, probablemente me sentía más mesetario que montañés; no entiendo por qué no escribí que me sentía más castellano que cántabro, aunque he de reconocer que esas milongas pseudonacionalistas nunca me interesaron. Sí, definitivamente, por favor, Sr. Vilda, el billete... para Aguilar.
En el andén, mirando hacia el pueblo, ir hacia Aguilar significaba viajar hacia la izquierda. Más tarde aprendí, que viajar hacia París, había que pasar por Venta de Baños, también significaba viajar hacia la izquierda; viajar a Lisboa (Grândola, Vila Morena...nunca olvidaré aquel 25 de abril), como no, era un deslizarse hacia la izquierda. Por alguna razón, se desdibujó el espacio situado a la derecha. Es cierto que, a veces, realicé ese viaje, generalmente por imperativos institucionales, por razones de salud, o simplemente porque determinados sucesos distorsionaron temporalmente mi capacidad de comprensión. Definitivamente, Sr. Vilda, un billete hacia la izquierda.
Añoro al Sr. Vilda. La vida se nos llenó de cruces, semáforos, intercambiadores, circunvalaciones...ya no resulta tan fácil. Simplemente deambulamos sin destino, no podemos optar, comprar un billete no es más que una ilusión; viajar, una especie de imperativo comercial y decidir...¿decidimos nosotros?. Afortunadamente podemos recordar, y yo aún recuerdo el andén, la estación, al Sr. Vilda y aquel maravilloso “Never marry a railroad man”.
http://www.youtube.com/watch?v=Xwy6uIz-Gtg&feature=related
No importa la transcendencia de la decisiones, a veces es un simple sí o no, me voy o me quedo..., sucede que me encanta el no decidir. Sí, ya se que tarde o temprano tendré que afrontar la situación, por áspera que sea, pero me encantan esos minutos en los que permanezco en la frontera, en los que todavía me puedo volver atrás, en los que mi interlocutor se irrita por falta de respuesta...¿Dónde vamos? ¿Aguilar o Reinosa?
Hubo un tiempo en que el mundo se reducía al espacio comprendido entre Aguilar y Reinosa; el resto, el que aparecía en las novelas, las fotografías, era, eso...otro mundo, el mundo que recorrían los verdaderos viajeros. -¿Aguilar o Reinosa? - preguntaba el Sr. Vilda, parapeteado tras la ventanilla de la estación. Hubo un tiempo, ya lejano, en que todos los problemas se reducían a eso, ¿Aguilar o Reinosa?. Después de tantas vueltas, de tantos años, resulta que añoro las decisiones frívolas e intrascendentes, sin compromiso, porque sí.
Prefería Aguilar, aún desconozco el porqué, probablemente me sentía más mesetario que montañés; no entiendo por qué no escribí que me sentía más castellano que cántabro, aunque he de reconocer que esas milongas pseudonacionalistas nunca me interesaron. Sí, definitivamente, por favor, Sr. Vilda, el billete... para Aguilar.
En el andén, mirando hacia el pueblo, ir hacia Aguilar significaba viajar hacia la izquierda. Más tarde aprendí, que viajar hacia París, había que pasar por Venta de Baños, también significaba viajar hacia la izquierda; viajar a Lisboa (Grândola, Vila Morena...nunca olvidaré aquel 25 de abril), como no, era un deslizarse hacia la izquierda. Por alguna razón, se desdibujó el espacio situado a la derecha. Es cierto que, a veces, realicé ese viaje, generalmente por imperativos institucionales, por razones de salud, o simplemente porque determinados sucesos distorsionaron temporalmente mi capacidad de comprensión. Definitivamente, Sr. Vilda, un billete hacia la izquierda.
Añoro al Sr. Vilda. La vida se nos llenó de cruces, semáforos, intercambiadores, circunvalaciones...ya no resulta tan fácil. Simplemente deambulamos sin destino, no podemos optar, comprar un billete no es más que una ilusión; viajar, una especie de imperativo comercial y decidir...¿decidimos nosotros?. Afortunadamente podemos recordar, y yo aún recuerdo el andén, la estación, al Sr. Vilda y aquel maravilloso “Never marry a railroad man”.
http://www.youtube.com/watch?v=Xwy6uIz-Gtg&feature=related
viernes, 12 de marzo de 2010
Sucio, triste y enlutado
Siempre disfruté de los relatos escritos por viajeros, bien por el afán de conocer otros pueblos, otras gentes, o bien porque sus autores aportan nuevas miradas sobre destinos ya conocidos. La sorpresa surge cuando uno de estos viajeros escribe sobre tu pueblo, sobre Mataporquera.
Encontré el relato en la hemeroteca de ABC (http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1966/06/10/025.html), publicado el 10 de julio de 1966 bajo el título La campana y el cierzo, escrito por Luis Valderrama Modrón, un autor sobre el que no tenía ninguna referencia. Sorprende, más aún, cuando en su biografía (http://www.aat.es/aat.html), leo que escribió su primera comedia a los dieciocho años en Mataporquera. Esto aporta, no sólo solvencia, sino también credibilidad a su relato; un relato duro, y a la vez tierno, pero certero, tremendamente certero.
Usa el autor, a modo de Valle-Inclán, los adjetivos de tres en tres; así, en una ocasión nos dice que Mataporquera es un pueblo desalineado, sucio y triste, y, en otra, que Mataporquera es un pueblo sucio, triste y enlutado. La tristeza y la suciedad son recurrentes en el relato, salvo en el cementerio : No existe tristeza o temor en este silencioso rincón. Distingue el autor entre las cumbres tapizadas de nieve y la oscuridad de la hondonada, como consecuencia del humo de las fábricas; entre el equilibrio, la espiritualidad y la esperanza en la parte alta, y el esfuerzo, la extenuación y el cansancio en la parte baja, el barrio de arriba y... el de abajo, siempre hubo clases.
Es difícil, salvo matices, encontrar fisuras en el relato. Esto nos lleva a una cuestión delicada, nos lleva a preguntarnos si es cierto que el medio en el que crecemos y nos educamos moldea nuestro carácter. Si es así, ¡aviados estamos!.
Nos guste o no, es su particular mirada. En lo que a mi respecta, me quedo con el cierzo, mi añorado viento del norte, que, como bien dice Luis Valderrama,
Sale de las altas cumbres nevadas y al besar tímidamente nuestra faz se convierte en viajero vagabundo. Es el cierzo de una juventud inquieta y soñadora que en las tardes domingueras de verano paseaba su ilusión bajo la húmeda sombra de robles y fresnos. Es la infinita tristeza del primer fracaso y el recuerdo de la amada, eternamente ausente y que jamás regresará.
Encontré el relato en la hemeroteca de ABC (http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1966/06/10/025.html), publicado el 10 de julio de 1966 bajo el título La campana y el cierzo, escrito por Luis Valderrama Modrón, un autor sobre el que no tenía ninguna referencia. Sorprende, más aún, cuando en su biografía (http://www.aat.es/aat.html), leo que escribió su primera comedia a los dieciocho años en Mataporquera. Esto aporta, no sólo solvencia, sino también credibilidad a su relato; un relato duro, y a la vez tierno, pero certero, tremendamente certero.
Usa el autor, a modo de Valle-Inclán, los adjetivos de tres en tres; así, en una ocasión nos dice que Mataporquera es un pueblo desalineado, sucio y triste, y, en otra, que Mataporquera es un pueblo sucio, triste y enlutado. La tristeza y la suciedad son recurrentes en el relato, salvo en el cementerio : No existe tristeza o temor en este silencioso rincón. Distingue el autor entre las cumbres tapizadas de nieve y la oscuridad de la hondonada, como consecuencia del humo de las fábricas; entre el equilibrio, la espiritualidad y la esperanza en la parte alta, y el esfuerzo, la extenuación y el cansancio en la parte baja, el barrio de arriba y... el de abajo, siempre hubo clases.
Es difícil, salvo matices, encontrar fisuras en el relato. Esto nos lleva a una cuestión delicada, nos lleva a preguntarnos si es cierto que el medio en el que crecemos y nos educamos moldea nuestro carácter. Si es así, ¡aviados estamos!.
Nos guste o no, es su particular mirada. En lo que a mi respecta, me quedo con el cierzo, mi añorado viento del norte, que, como bien dice Luis Valderrama,
Sale de las altas cumbres nevadas y al besar tímidamente nuestra faz se convierte en viajero vagabundo. Es el cierzo de una juventud inquieta y soñadora que en las tardes domingueras de verano paseaba su ilusión bajo la húmeda sombra de robles y fresnos. Es la infinita tristeza del primer fracaso y el recuerdo de la amada, eternamente ausente y que jamás regresará.
miércoles, 3 de marzo de 2010
El parte, los enanos y Françoise
Resultó muy decepcionante. Observé cómo el técnico retiraba la tapa trasera de la radio y, en vez de enanos diminutos, se revelaron las válvulas. Había construido todo un entramado mental a propósito de los diminutos locutores que allí habitaban, había sugerido multitud de hipótesis sobre los orígenes de tales speakers, incluso había averiguado cómo se organizaban socialmente; vamos, que sabía quién era el jefe.
Bastó un pequeño destornillador para dejar al descubierto toda la circuitería del aparato, un vulgar destornillador para arruinar mis sueños infantiles. “Esta válvula está rota” -dijo el técnico -, tremendo, mis enanos transmutados en válvulas, incluso el enano de la voz aflautada, el que sólo hablaba en las grandes ocasiones, resultó ser una puñetera válvula.
Aún recuerdo la solemnidad con que el abuelo, a la misma hora todos los días, se disponía a escuchar el parte; este era el momento más importante del día y requería el máximo silencio, pues los condensadores de aquella preciosa radio de válvulas se atoraban y, en consecuencia, la intensidad del sonido aumentaba y disminuía caprichosamente; a veces, un buen golpe con la mano restablecía la emisión y otras veces, el mismo golpe servía para anular las consignas que el nacionalcatolicismo se empeñaba en transmitir. En ocasiones, con las noticias, el abuelo se irritaba y terminaba esparciendo las puntillas que la protegían del polvo, las puntillas de la abuela, como si ésta tuviese la culpa de los despropósitos del país.
A mi me gustaba escuchar Radio España Independiente, la Pirenaica. Cuando las interferencias, fortuitas o provocadas, permitían la audición, las voces sonaban lejanas; supongo que era esto lo que me fascinaba, la lejanía, lo clandestino y, sobre todo, la palabra independiente. Aunque desconocía su significado, me excitaba su sonoridad; era una palabra mágica, de las que se quedaban en la boca y gustaba saborear.
Un buen día, no recuerdo con exactitud cuándo, mi padre trajo un transistor, más fácil de sintonizar, con un sonido metálico un tanto estridente, el no va más de la modernidad. Ya no pensaba en enanos, tenía otras inquietudes. Fue con ese aparato cuando oí hablar de Dani el Rojo y de unos disturbios en París. En la Pirenaica hablaban de un tal Sartre y de la Castor, del poder de los estudiantes, que se propagaba la revuelta y que había que soñar lo imposible. Escuché por primera vez a Françoise Hardy y me convertí en afrancesado. Escuchar aquellos transistores fue como abrir las ventanas: el aire se llevó la caspa y desapareció el olor a rancio.
Volví a mirar el interior de la radio, a buscar mis enanos. Aprendí que el transistor, descubierto por unos tipos de los Laboratorios Bell, era un pequeño dispositivo fabricado a partir de silicio envenenado, y que, sorprendentemente, no emitía ningún sonido. Comprendí que su objetivo era dirigir el tráfico de unas pequeñas partículas llamadas electrones y entendí porqué resultó ser una alternativa barata a las válvulas. Poco después, a los científicos les dio por agrupar los transistores en chips y, de repente, aquí estamos, hablando de nanotecnología. Descubrí, por fin, que mis enanos tenían existencia real, con un comportamiento peculiar, pero eran pulcros y ordenados, incluso tenían spin semientero.
Hoy en día convivimos con los transistores sin percatarnos de su existencia, usamos cientos de dispositivos y no nos paramos a pensar en cómo estos pequeños trozos de silicio cambiaron nuestra manera de vivir y, por qué no, nuestra manera de pensar. La historia registra pomposamente grandes revoluciones como generadoras de cambios sociales, los medios hablan de partidos políticos y de transiciones y nos gusta pensar que fuimos nosotros los que generamos tales cambios, pero me temo que esto es una ingenuidad. El electrón se descubrió en 1898, el transistor en 1948 y el chip el 1958, más o menos, y a medida que agrupábamos transistores cambiaban significativamente los comportamientos sociales, tanto como nunca consiguió revolución alguna. ¿Aún tienen dudas?
Probablemente desvaríe, no importa, yo asocio el transistor con Francoise Hardy, con la primera canción que escuché, con aquel inolvidable "Tous les garçons et les filles”. Después de todo, ¿quién no se enamoró alguna vez de Françoise?
http://www.youtube.com/watch?v=0aLoezucIzk&feature=related
Bastó un pequeño destornillador para dejar al descubierto toda la circuitería del aparato, un vulgar destornillador para arruinar mis sueños infantiles. “Esta válvula está rota” -dijo el técnico -, tremendo, mis enanos transmutados en válvulas, incluso el enano de la voz aflautada, el que sólo hablaba en las grandes ocasiones, resultó ser una puñetera válvula.
Aún recuerdo la solemnidad con que el abuelo, a la misma hora todos los días, se disponía a escuchar el parte; este era el momento más importante del día y requería el máximo silencio, pues los condensadores de aquella preciosa radio de válvulas se atoraban y, en consecuencia, la intensidad del sonido aumentaba y disminuía caprichosamente; a veces, un buen golpe con la mano restablecía la emisión y otras veces, el mismo golpe servía para anular las consignas que el nacionalcatolicismo se empeñaba en transmitir. En ocasiones, con las noticias, el abuelo se irritaba y terminaba esparciendo las puntillas que la protegían del polvo, las puntillas de la abuela, como si ésta tuviese la culpa de los despropósitos del país.
A mi me gustaba escuchar Radio España Independiente, la Pirenaica. Cuando las interferencias, fortuitas o provocadas, permitían la audición, las voces sonaban lejanas; supongo que era esto lo que me fascinaba, la lejanía, lo clandestino y, sobre todo, la palabra independiente. Aunque desconocía su significado, me excitaba su sonoridad; era una palabra mágica, de las que se quedaban en la boca y gustaba saborear.
Un buen día, no recuerdo con exactitud cuándo, mi padre trajo un transistor, más fácil de sintonizar, con un sonido metálico un tanto estridente, el no va más de la modernidad. Ya no pensaba en enanos, tenía otras inquietudes. Fue con ese aparato cuando oí hablar de Dani el Rojo y de unos disturbios en París. En la Pirenaica hablaban de un tal Sartre y de la Castor, del poder de los estudiantes, que se propagaba la revuelta y que había que soñar lo imposible. Escuché por primera vez a Françoise Hardy y me convertí en afrancesado. Escuchar aquellos transistores fue como abrir las ventanas: el aire se llevó la caspa y desapareció el olor a rancio.
Volví a mirar el interior de la radio, a buscar mis enanos. Aprendí que el transistor, descubierto por unos tipos de los Laboratorios Bell, era un pequeño dispositivo fabricado a partir de silicio envenenado, y que, sorprendentemente, no emitía ningún sonido. Comprendí que su objetivo era dirigir el tráfico de unas pequeñas partículas llamadas electrones y entendí porqué resultó ser una alternativa barata a las válvulas. Poco después, a los científicos les dio por agrupar los transistores en chips y, de repente, aquí estamos, hablando de nanotecnología. Descubrí, por fin, que mis enanos tenían existencia real, con un comportamiento peculiar, pero eran pulcros y ordenados, incluso tenían spin semientero.
Hoy en día convivimos con los transistores sin percatarnos de su existencia, usamos cientos de dispositivos y no nos paramos a pensar en cómo estos pequeños trozos de silicio cambiaron nuestra manera de vivir y, por qué no, nuestra manera de pensar. La historia registra pomposamente grandes revoluciones como generadoras de cambios sociales, los medios hablan de partidos políticos y de transiciones y nos gusta pensar que fuimos nosotros los que generamos tales cambios, pero me temo que esto es una ingenuidad. El electrón se descubrió en 1898, el transistor en 1948 y el chip el 1958, más o menos, y a medida que agrupábamos transistores cambiaban significativamente los comportamientos sociales, tanto como nunca consiguió revolución alguna. ¿Aún tienen dudas?
Probablemente desvaríe, no importa, yo asocio el transistor con Francoise Hardy, con la primera canción que escuché, con aquel inolvidable "Tous les garçons et les filles”. Después de todo, ¿quién no se enamoró alguna vez de Françoise?
http://www.youtube.com/watch?v=0aLoezucIzk&feature=related
viernes, 12 de febrero de 2010
Lana
Recientemente leí en “El Comercio” que el Decano de la Facultad de Química de Oviedo afirmaba conocer la ropa interior de todos sus alumnos. Al parecer el tipo andaba un tanto ofendido y, en contra del buen hacer de un científico, a partir de la ansiedad que le provocaban tales destellos cromáticos, extrapolaba una descripción universal de la juventud actual.
He aquí un tipo desnortado, uno de esos individuos que no entienden de perspectivas, ni de cambios en los marcos referenciales. Se trata de un tipo de mi generación, un sujeto que no se percata que el mostrar o no la ropa interior no define nada, que lo que realmente define a los ciudadanos es el si hacen o no hacen trampas, si pagan o no pagan sus impuestos, si se aprovechan o no se aprovechan de otras personas...
Es verdad, mi generación no mostraba la ropa interior; pero esto no evitó que determinados individuos caminen hoy enfangados por todo tipo de corruptelas. ¿Qué me dicen de los implicados del caso Gürtel? Estoy convencido que estos individuos, cuando estaban en la Facultad, vestían con absoluto recato; mírenles ahora... ¡menuda banda!
Siento no haber disfrutado en mi juventud de tal cromatismo, de tales licencias en la indumentaria. Lo nuestro fue realmente soso: prendas que por ocultar, no sólo ocultaban la ropa interior, ocultaban hasta las formas. Cuellos altos, gruesos jerséis, chaquetas de lana tan largas que estuvimos a punto de exterminar las ovejas, pellizas unisex...nos conferían un aspecto asexuado, como si el tener formas, el destacar geometrías, fuese pecado.¡Qué pavos!
Lamentablemente, con el exceso de lana no sólo ocultábamos nuestro cuerpos, sino que también aprendimos a ocultar nuestros sentimientos, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. Gente gris envuelta en lana. Aquella muchacha, sí, la que estaba sentada a la entrada del Gurugu, la que combinaba una de esas largas chaquetas de lana color crema con tejanos, ¿qué ocultaba detrás de tanta lana? ¿La ropa interior? No, sólo ocultaba el miedo a vivir.
Y otra vez en el Gurugu; no se porqué, últimamente, por unas y otras razones, termino hablando del Gurugu. De alguna manera, las transformaciones experimentadas por ese local son fiel reflejo de la evolución sufrida por Mataporquera. El Gurugu encierra mucha historia y en el Gurugu confluyen muchas pequeñas historias.
Estuve en la infantería, en Corea, y coincidí con bastante gente malvada. Pero a los peores que jamás he conocido me los encontré cuando trabajaba en la Universidad".
( Robert B. Parker)
He aquí un tipo desnortado, uno de esos individuos que no entienden de perspectivas, ni de cambios en los marcos referenciales. Se trata de un tipo de mi generación, un sujeto que no se percata que el mostrar o no la ropa interior no define nada, que lo que realmente define a los ciudadanos es el si hacen o no hacen trampas, si pagan o no pagan sus impuestos, si se aprovechan o no se aprovechan de otras personas...
Es verdad, mi generación no mostraba la ropa interior; pero esto no evitó que determinados individuos caminen hoy enfangados por todo tipo de corruptelas. ¿Qué me dicen de los implicados del caso Gürtel? Estoy convencido que estos individuos, cuando estaban en la Facultad, vestían con absoluto recato; mírenles ahora... ¡menuda banda!
Siento no haber disfrutado en mi juventud de tal cromatismo, de tales licencias en la indumentaria. Lo nuestro fue realmente soso: prendas que por ocultar, no sólo ocultaban la ropa interior, ocultaban hasta las formas. Cuellos altos, gruesos jerséis, chaquetas de lana tan largas que estuvimos a punto de exterminar las ovejas, pellizas unisex...nos conferían un aspecto asexuado, como si el tener formas, el destacar geometrías, fuese pecado.¡Qué pavos!
Lamentablemente, con el exceso de lana no sólo ocultábamos nuestro cuerpos, sino que también aprendimos a ocultar nuestros sentimientos, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. Gente gris envuelta en lana. Aquella muchacha, sí, la que estaba sentada a la entrada del Gurugu, la que combinaba una de esas largas chaquetas de lana color crema con tejanos, ¿qué ocultaba detrás de tanta lana? ¿La ropa interior? No, sólo ocultaba el miedo a vivir.
Y otra vez en el Gurugu; no se porqué, últimamente, por unas y otras razones, termino hablando del Gurugu. De alguna manera, las transformaciones experimentadas por ese local son fiel reflejo de la evolución sufrida por Mataporquera. El Gurugu encierra mucha historia y en el Gurugu confluyen muchas pequeñas historias.
Estuve en la infantería, en Corea, y coincidí con bastante gente malvada. Pero a los peores que jamás he conocido me los encontré cuando trabajaba en la Universidad".
( Robert B. Parker)
jueves, 4 de febrero de 2010
Jabón Lagarto
Decía el Profesor Bernabeu que un láser es el equivalente moderno de la navaja suiza: sirve tanto para cortar una chapa de acero como para tallar una córnea, leer un CD, trasladar información y medir distancias astronómicas o atómicas. Algo similar sucede con el jabón Lagarto, éste también sirve para todo: para lavar la ropa, para la higiene personal, para los granos, la alopecia, la dermatitis atópica, las hemorroides, el estreñimiento y, por supuesto, para limpiar pasiones y blanquear pecados.
No es que quiera llevar la contraria a nadie, pero en el caso del jabón Lagarto me declaro escéptico. Primero, porque lo pinten como lo pinten, contiene sosa caústica, el hidróxido de sodio de los Químicos, y esto, por tener un pH excesivo, no puede ser bueno para la piel. En segundo lugar, que un producto elaborado a partir de grasas animales (sebos) y sosa sea más eficaz que otros productos, obtenidos como resultado de miles de horas de investigación e inversiones millonarias, resulta, cuando menos, desolador. Si cualquier problema en la piel se arregla con jabón Lagarto, ¿para qué queremos a los Dermatólogos?
Definitivamente, nunca me gustó el jabón Lagarto; a mí lo que me gustaba eran las piernas de Taquina. Aquel verano, en el pueblo de los abuelos, gustaba de acompañar a las mujeres hasta el río cuando iban a hacer la colada; no había agua corriente por aquellos lares. La tarea era descomunal, atroz. Bajaban cargadas con sus baldes, sus tablas de lavar, ingentes cantidades de ropa sucia y aquellas pastillas de jabón Lagarto. Una vez en el río, arrodilladas sobre la gravilla, frotando, retorciendo, golpeando, destrozaban sus manos y marchitaban su alma. Yo, inocente niño rijoso, esperaba a que los vaivenes de Taquina sobre la tabla de lavar izasen los pliegues de su falda, para así poder contemplar con fruicción aquellas piernas nacaradas. Naturalmente, allí no había hombres, el trabajo era demasiado duro. Sólo en cierta ocasión apareció el bigote de uno de ellos, el marido de Taquina, un tipo desaliñado y malencarado: “Chaval, ¿quieres que te compre un telescopio?”. Rojo, herido, con las carcajadas de las lavanderas a modo de soniquete, huí presuroso sin mirar hacia atrás.
Volví a ver a Taquina: adornos, tintes y cremas. Habían pasado ya varios años y aún conservaba su veneno; no vi sus piernas, sino sus manos: rojas, amoratadas y agrietadas. ¡Maldito jabón Lagarto!. Con el agua corriente, al pueblo habían llegado las lavadoras, los jabones perfumados y los biocosméticos... pero ya era tarde.
Él: —Pues sí.
Ella: —Pues sí, ¿qué?
Él: —¡Yo dije pues sí!
Ella: —Pero, “pues sí”, ¿qué?
Él: —Mejor cambiemos de conversación, porque tú no me entiendes.
(Clarice Lispector)
No es que quiera llevar la contraria a nadie, pero en el caso del jabón Lagarto me declaro escéptico. Primero, porque lo pinten como lo pinten, contiene sosa caústica, el hidróxido de sodio de los Químicos, y esto, por tener un pH excesivo, no puede ser bueno para la piel. En segundo lugar, que un producto elaborado a partir de grasas animales (sebos) y sosa sea más eficaz que otros productos, obtenidos como resultado de miles de horas de investigación e inversiones millonarias, resulta, cuando menos, desolador. Si cualquier problema en la piel se arregla con jabón Lagarto, ¿para qué queremos a los Dermatólogos?
Definitivamente, nunca me gustó el jabón Lagarto; a mí lo que me gustaba eran las piernas de Taquina. Aquel verano, en el pueblo de los abuelos, gustaba de acompañar a las mujeres hasta el río cuando iban a hacer la colada; no había agua corriente por aquellos lares. La tarea era descomunal, atroz. Bajaban cargadas con sus baldes, sus tablas de lavar, ingentes cantidades de ropa sucia y aquellas pastillas de jabón Lagarto. Una vez en el río, arrodilladas sobre la gravilla, frotando, retorciendo, golpeando, destrozaban sus manos y marchitaban su alma. Yo, inocente niño rijoso, esperaba a que los vaivenes de Taquina sobre la tabla de lavar izasen los pliegues de su falda, para así poder contemplar con fruicción aquellas piernas nacaradas. Naturalmente, allí no había hombres, el trabajo era demasiado duro. Sólo en cierta ocasión apareció el bigote de uno de ellos, el marido de Taquina, un tipo desaliñado y malencarado: “Chaval, ¿quieres que te compre un telescopio?”. Rojo, herido, con las carcajadas de las lavanderas a modo de soniquete, huí presuroso sin mirar hacia atrás.
Volví a ver a Taquina: adornos, tintes y cremas. Habían pasado ya varios años y aún conservaba su veneno; no vi sus piernas, sino sus manos: rojas, amoratadas y agrietadas. ¡Maldito jabón Lagarto!. Con el agua corriente, al pueblo habían llegado las lavadoras, los jabones perfumados y los biocosméticos... pero ya era tarde.
Él: —Pues sí.
Ella: —Pues sí, ¿qué?
Él: —¡Yo dije pues sí!
Ella: —Pero, “pues sí”, ¿qué?
Él: —Mejor cambiemos de conversación, porque tú no me entiendes.
(Clarice Lispector)
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